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No ti mexcondas: Mírame intensamente a los ojos

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Por Víctor Roura   1 El pasado 13 de enero cumplió 75 años de edad en su estado natal Zacatecas. Alberto Huerta sigue escribiendo, pero como es costumbre suya lo hace desde las sombras de la literatura, lo cual no significa que él permanezca en la oscuridad narrativa. Perteneciente a la generación de José Agustín, […]


Por Víctor Roura

 

1

El pasado 13 de enero cumplió 75 años de edad en su estado natal Zacatecas. Alberto Huerta sigue escribiendo, pero como es costumbre suya lo hace desde las sombras de la literatura, lo cual no significa que él permanezca en la oscuridad narrativa. Perteneciente a la generación de José Agustín, quien cambiara drásticamente la ruta escritural en el país a fines de los años sesenta, Alberto Huerta es también uno de esos autores que contribuyera a la renovación literaria mexicana a partir de aquella década.

 

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Hace 20 años, cuando el veterano narrador Alberto Huerta me puso en las manos su libro Mírame a los ojos, en coautoría con Pilar Alba, me dijo que el volumen no había sido escrito en partes, un fragmento detrás de otro, una idea suelta para ser continuada por el otro, sino literalmente a cuatro manos, sentados ambos y escribiendo al alimón, conjuntados, dos cuerpos en uno solo.

      Yo quise creer, conociendo la vitalidad y la enjundia narrativas de Alberto Huerta, que él era el faro de esos 19 relatos ―que coeditaron, en la colección “Roberto Ramos Dávila”, el gobierno, el ayuntamiento y el Instituto de Cultura todos de Zacatecas a principios del siglo XXI―, pero luego se vislumbra, en los textos, un sentimiento muy femenino que me hicieron, sí, que creyera irremediablemente en lo que me decía el buen Alberto Huerta en aquello de que el libro, en efecto, fue escrito de la manera en que me lo había dicho fusionados ambos escritores.

 

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Así como hay obras para piano a cuatro manos, y uno puede constatarlo en el foro, mirar con los propios ojos que dos pianistas deslizan sus cuatro manos sobre las teclas, y la pieza se escucha grandiosa con todas esas notas simultáneas, de esa misma forma simplemente no puedo imaginarme un relato a cuatro manos… bueno, a dos manos. Lo que sí pienso es a dos autores fraguando un texto, conversándolo, desmenuzándolo, planeándolo, inmersos en la elaboración de un cuento, discutiéndolo, nunca escribiéndolo al unísono, que es labor prácticamente imposible.

      ―Es un libro escrito a cuatro manos ―dijo el buen Alberto Huerta, de quien he leído narraciones como torbellinos, y le tuve que creer porque no tenía, tampoco, por qué mentirme.

      Estuve ―estoy―, pues, ante un libro extravagante. Hay, y por eso me convenzo más aún de que se trata de un libro dual, ciertas escenas probablemente inconcebibles en un volumen escrito sólo por Alberto Huerta, sobre todo los relatos referidos al amor, que poseen una manita recargada de femineidad: “Por si dudas que te amo voy a escribir mil veces tu nombre hasta que se me canse la mano, hasta que los ojos se pongan rojos y llenos de lagañas y me termine toda la tinta de la pluma que tú mismo me regalaste. Tomaré entre las manos tu foto y la besaré tantas veces que voy a dejarla opaca, sin brillo, haciendo que se borre la imagen, como las fotos que guarda la abuela en su ropero en una caja de madera laqueada”.

      No es el Alberto Huerta de otros libros, por supuesto (hay cierta melosidad desacostumbrada en un escritor tan resueltamente desparpajado); pero hay un paso, sin duda, hacia otros territorios, acaso no explorados por el zacatecano. No obstante, hay que desalojar de la cabeza la idea de que se está leyendo a un autor sino pensar, en definitiva, que dicho volumen no es, en lo absoluto, sólo de Huerta sino de dos escritores.

 

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Por lo tanto, no habría que particularizar. Si bien Pilar Alba pertenece a “la nueva generación de narradores locales” (en ese libro no se apuntaba su edad ni si ya había publicado algún otro volumen, pero entonces contaba con un poco más de 25 años de edad y ahora suma, acaso, media docena de libros de su autoría, y, sí, es zacatecana, por supuesto), entonces tenía uno que admitir ―considerando que Alba-Huerta eran un solo ser autoral― que ése su primer volumen era, es, una buena presentación ante la sociedad literaria. Empero, también se tenía que aceptar que el libro no era, no es, en realidad, de cuentos sino de un fervor por las impresiones, por las estampas espontáneas, por el retrato instantáneo.

      Más que contarnos historias, el autor, Albahuerta, prefirió introducirse en las sensaciones de diversos personajes que, en un pensamiento, se desnudan y revelan sus interioridades: “Iré a la luna, dos veces de ida y vuelta, caminando y descalza, como sólo saben hacerlo los verdaderos peregrinos, para que me piquen las estrellas con sus puntas en la planta de los pies y me descalabren y me saquen chipotes los aerolitos. No me importa. Retomando y conservando antiguas penitencias, me colgaré un nopal en el pecho y otro en la espalda, en la frente me pondré, a la manera cristera, una foto tuya con una leyenda que diga: ¡Detente bala! Caminaré sobre brasas ardiendo, recorreré caminos sembrados de espinas y guijarros afilados, dormiré en una cama de clavos, masticaré focos triturados, atravesaré mis mejillas con agujas de tejer, y con espinas de maguey traspasaré de lado a lado mis pezones”.

      Este escritor, Albahuerta (sin género preciso, conteniendo ambos sexos, sin dispararse uno contra el otro), nacía por una vez para las letras mexicanas entregado exclusivamente al amor. Por eso lo gritaba, lo enaltecía, no podía sino recurrir a los hermosos lugares comunes de los enamorados. Hay, también, regodeos y entregas placenteras del lenguaje: Está más que claro que Albahuerta no quería escribir un libro específico de cuentos, sino de efectos, de percepciones, de pasmos, de evocaciones: “Tú conoces el significado de las palabras, la fuerza que adquieren al ser dichas, escritas. Piensa. La simpleza de la palabra fe, tan pequeñita. Sólo dos letras y se vuelve tan fuerte, capaz de mover montañas. Imagina cómo se mueve de un lado a otro, como si de repente le hubieran salido pies y pudiera caminar. Aunque tan solo la palabra mundo, dos sílabas que encierran en ellas todo lo que podemos ver, oír, oler y sentir; más aún, lo que se nos pierde de alcance y puede ser percibido por otros. Mun-do, mun-do, mun-do. Imagina todo lo que un chino, en su continente, puede alcanzar a apreciar. Todo lo que puede ver y yo no voy a conocer nunca”.

 

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Es un gusto por escribir las cosas. Este (o esta, no se) Albahuerta descreía, o aún descree, de los géneros: el cuento no es lo que dicen que es, sino tal vez es el puro goce de la escritura. “¡Pobres palabras! Las usamos tanto. Pasan de boca en boca. Las escribimos en libros y cuadernos. Las pronunciamos. Las escribimos… y van volviéndose débiles, opacas, sin luz. También las palabras como las cosas se desgastan, se van haciendo delgaditas, quebradizas… como las pastillas de jabón de baño. No puedes, aunque quieras, decirme a qué saben, cuál es su color, ni cómo huelen o si tienen alguna forma. ¿A qué huele la palabra cacique… tirano? ¿De qué color es el político, el ladrón, el miserable? ¿Qué forma tiene el pecado, la pureza, el mal? Entonces… ¿por qué las usamos tanto? A veces yo prefiero abstenerme, no decir palabras complejas que luego no puedo ni explicar. Por eso siempre digo: ‘Sí’ o ‘No’ y para rematar: ‘Quién sabe’. Éstas son las más seguras, con ellas no hay peligro de dobles interpretaciones”.

      Se respira ocasionalmente en estos textos, asimismo, un humor corrosivo semejante al de un autor llamado Alberto Huerta que en este Albahuerta, acaso pariente lejano de aquél, se percibe, apenitas, como en los relatos “Medias de nylon”, en el cual un hombre se enamora de unas piernas de un maniquí, y en “La lucha” donde un deportista, el Lobo de la Loma, en plena Luna llena sufre una inesperada transformación corporal ante el espanto de los aficionados.

 

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Este Albahuerta rezuma amor por todos sus poros. Su Mírame a los ojos es un canto elevado al amor. “¿Qué es un diente de león? Es una estrella que explota, se fragmenta y se convierte en muchas otras, pequeñas, leves, transparentes que navegan en el infinito oscuro… ¿O es la risa de una mujer como tú, cuando unos labios húmedos, cálidos, se ponen a recorrer la pequeñez rugosa de los pezones? ¿Es la chispa eléctrica que recorre cada hueso de tu columna vertebral, llega al cerebro y en pequeñas grandes explosiones te transporta hacia la galaxia más lejana, cuando hacemos el amor a las dos de la madrugada, a las cinco de la tarde, a mediodía o a cualquier hora?”

      A nadie entonces le cupo ninguna duda: Albahuerta se miraba a los ojos intensamente.

NTX/VRP/JC