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Opinion

La frivolidad política es hoy más inexcusable que nunca

 

Ya estamos en plena campaña electoral en varios estados del país en donde se elegirá gobernador y diputados locales (en alguno solo habrá relevo en los ayuntamientos), y la acostumbrada catarata de bardas pintarrajeadas con lemas insulsos y carentes de todo contenido (e incluso de coherencia lógica en algunos casos); de anuncios “espectaculares” en las vías de mayor tránsito vehicular con imágenes de los o de las candidatas luciendo una sonrisa a todas luces forzada y artificial, o departiendo con niños previamente escogidos, bañados y perfumados para la ocasión, con amas de casa de apariencia humilde, con “campesinos” y “gente del pueblo” en general; de calcomanías con imágenes similares en todo vehículo que se preste a ello (voluntariamente o mediante el pago correspondiente); y las apariciones y declaraciones en prensa escrita, radio, televisión e incluso en pantallas cinematográficas, está ya en todo su apogeo.

Para quien se tome la molestia de observar con alguna atención toda esta propaganda y reflexionar un poco sobre este inmisericorde derroche de dinero, de trabajo y de recursos de todo tipo, rápidamente quedará claro que el objetivo de la misma no es hablarle a la inteligencia, a la capacidad de raciocinio y de comprensión de los futuros electores, sino el de manipularlos mediante mensajes subliminales que usan como vehículo escenas, fotografías, colores, “lemas impactantes” y fáciles de recordar, etc., para lograr introducir en el cerebro de la gente, sin que lo advierta, la imagen “amable”, o “bondadosa”, o “bella” del candidato en cuestión y, de esa manera, inducirlo a votar por él gracias a mecanismos puramente emocionales, “irracionales” podría decirse, totalmente ajenos a los asuntos serios, a los problemas graves de la gente y de la nación entera. Ya se ha repetido antes, hasta convertirla en lugar común, la evidente verdad de que la lucha electoral ha descendido al nivel de una mercadotecnia que busca vendernos a un candidato como si se tratara de un automóvil, un champú o un teléfono celular.

Pero si todo esto ha sido siempre así, no hay duda de que lo nuevo de tal manipulación masiva radica en que, en los últimos tiempos, ha alcanzado un refinamiento y unas proporciones tales que obligan a replantear el problema para tratar de vislumbrar qué hay detrás de este engaño colectivo y qué nos espera a todos de continuar las cosas por este camino. Y no es solo por el abuso insoportable del recurso manipulador que se vuelve urgente su análisis y su denuncia en los días que corren, sino también por el violento contraste entre tal frivolidad política y la grave situación por la que atraviesa actualmente el país. En efecto, México afronta retos difíciles y urgentes, situaciones claramente preñadas de riesgos no solo para la estabilidad y la paz sociales de los mexicanos, sino incluso para nuestra existencia misma como nación independiente y soberana, capaz de caminar sin frenos ni ataduras por el sendero de su crecimiento y desarrollo económicos para conseguir el progreso y bienestar de todos sus hijos y para poder conquistar el respeto y el lugar que merece entre las naciones civilizadas de la tierra.

Todos sabemos (incluidos los señores y señoras candidatos a un cargo de elección popular) que la pobreza avanza de modo incontenible entre los grupos sociales menos favorecidos, al grado de que hay estimaciones serias que hablan de 95 millones de mexicanos que padecen algún tipo de pobreza; que el 60% de la población económicamente activa se halla ubicada en el llamado “sector informal” (vulgo ambulantaje, que es una forma disfrazada de desempleo) a lo que hay que sumar el 5% de desempleo abierto que admite el gobierno; que en México se pagan los salarios más bajos de toda América Latina; que el trabajador mexicano es el que labora más horas al día (diez o más) en todo el mundo; que la mujer mexicana trabaja más horas que el hombre, y todos ellos por un mísero salario que oscila entre uno y tres salarios mínimos, esto es, entre 70 y 210 pesos en números redondos, mientras que solo la canasta básica diaria cuesta no menos de 350 pesos para una familia promedio.

Todos sabemos (incluso los suspirantes a gobernador) que esta terrible situación de pobreza y exagerada explotación de las mayorías laborantes, se ve severamente agravada por una política fiscal absolutamente regresiva, es decir, que castiga más a los salarios que a las enormes ganancias de los grandes capitales y que, además, obliga a los pobres a una doble tributación: el impuesto al salario y el impuesto al consumo (el tan llevado y traído IVA, que prácticamente no hace distinción entre ricos y pobres).

Además, que también se ve agravada por la forma sesgada en que se ejerce el gasto gubernamental, una verdadera “ley del embudo” cuya parte ancha está orientada hacia las clases altas, y el tubo, la parte más delgada, hacia las masas populares que forman la inmensa mayoría del país.

 

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