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Aforismos desde el umbral, libro póstumo de Eusebio Ruvalcaba

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Por Eusebio Ruvalcaba / Vicente Quirarte / José Antonio Lugo [Hoy, 7 de febrero, se cumplen tres años de la muerte del narrador Eusebio Ruvalcaba (Guadalajara, 1951 / Ciudad de México, 2017), fallecido a los 65 años de edad, de quien José Antonio Lugo, bajo el sello de su Editorial El Tapiz del Unicornio, presenta […]


Por Eusebio Ruvalcaba / Vicente Quirarte / José Antonio Lugo

[Hoy, 7 de febrero, se cumplen tres años de la muerte del narrador Eusebio Ruvalcaba (Guadalajara, 1951 / Ciudad de México, 2017), fallecido a los 65 años de edad, de quien José Antonio Lugo, bajo el sello de su Editorial El Tapiz del Unicornio, presenta esta noche, a partir de las 19 horas en la Fonoteca Nacional en Coyoacán, el libro póstumo ―el segundo, pues el primero fue editado por Porfirio Romo en su Editorial Lecttorum: Adrenalina, una novela gráfica― intitulado Los ojos de las mujeres / Aforismos desde el umbral, del cual hablarán Anabel Quirarte, Pita Cortés, Vicente Quirarte y el propio José Antonio Lugo, quien nos ha autorizado la reproducción del valioso material que a continuación desplegamos: dos prólogos del libro y varios aforismos de Eusebio Ruvalcaba, todos ellos incluidos en el nuevo libro Los ojos de las mujeres…]

 

Introducción

―Durante muchos años fui amigo de Eusebio Ruvalcaba ―dice a Notimex el editor José Antonio Lugo, el responsable de este libro póstumo de Eusebio Ruvalcaba―. Un tiempo, incluso, asistí a su taller literario en compañía de una querida amiga. Cuando inicié mi editorial, El Tapiz del Unicornio, lo invité, le pedí que me diera un manuscrito. Con su generosidad acostumbrada, me entregó Los ojos de las mujeres / Aforismos desde el umbral. Nos vimos en el Montejo de San Ángel para darle las gracias. En la calle nos abrazamos con cariño y prometimos vernos más seguido. Un par de meses después, ya no estaba con nosotros en este plano de la realidad. Dos años más tarde sale a la luz con tres prólogos: el del editor, el de Ignacio Trejo Fuentes y el de Vicente Quirarte. Al ser así, el libro de Eusebio, al recibir a sus amigos como prologuistas, se convierte en un homenaje y, como a él le hubiera gustado, en una celebración de la literatura y de la vida.

      Y procede a cedernos el derecho de reproducir parte de este libro con el fin de divulgar ampliamente la obra del amigo Eusebio Ruvalcaba.

 

Mi amigo Eusebio

Por Vicente Quirarte

Pasará tiempo antes de que nos habituemos a utilizar el pretérito para hablar de Eusebio Ruvalcaba. Su presencia, su voz, su risa, sus palabras en vivo y en la página se hallan tan presentes, que siempre están allí, como lo está su mirada inquisitiva y exigente, esa que nos levantaba del suelo o nos obligaba a reflexionar sobre la vida como un oficio interminable, que exige la integridad y la pasión por él puestas en cada uno de sus actos.

      Dos miradas suyas recuerdo para siempre: cuando me hizo el honor de que yo apadrinara a su hijo León Ricardo. De repente di la vuelta y allí estaba, seguro y solidario. En los ojos de Eusebio descubrí que la amistad es, como dice Byron, el amor sin alas, y más duradera que cualquier otra forma de afecto. La segunda mirada suya está para siempre en una fotografía tomada en la cantina La Faena. Eusebio tiene esa mirada implacable de santo joven que desarmaba voluntades femeninas y era puerto de abrigo para el camarada.

      La mayor parte de los textos que dediquemos a Eusebio Ruvalcaba harán uso de la primera persona. No para decir Yo y Eusebio, sino porque en pocos casos tiene tanto sentido la frase “Se nos murió Eusebio” y palpite al unísono la primera persona del plural. Por eso quienes merecieron quererlo pueden decir orgullosa y realmente: “Somos el corazón de Eusebio”.

      Hoy, 14 de febrero [de 2017], día en que obligan al pobre San Valentín a ser padrino de amigos y enamorados, hace una semana Eusebio estaba en sus últimas horas con nosotros. Sin embargo, siendo reales, hace muchos días había dejado de estar con nosotros, de ser él con nosotros. Paradójicamente, empezó a ser con nosotros de otra forma. Qué bueno haberlo visto ese 23 de diciembre, para desayunar, en una ceremonia que mucho tenía de eucarística. Qué bueno hablarle esa tarde en el hospital, tan tranquilo, tan con la vida, tan en la vida.

      Fue uno de los seres más libres que he tenido el privilegio de conocer. En una ocasión presentaba un libro de poemas de un autor joven. Mientras Eusebio leía el texto que había preparado especialmente para la ocasión, el perpetrador del libro contestó su teléfono celular, ante lo cual Eusebio estrujó su escrito y se retiró de la mesa. Creía en la educación y en las buenas maneras, en los rituales, en la piedad al prójimo, aunque eso significara removerlo para conmoverlo, como demostró en cada una de sus acciones y sus páginas, implacables por verdaderas.

      Fuimos hermanos sin saberlo en cuanto nos conocimos. No nos unió la búsqueda de la palabra ni su ejemplar sabiduría musical. Acaso la devoción por el Bacardí Blanco, lo único para lo que alcanzaba. Dedicábamos largas horas a hablar de nuestros respectivos padres: él, del talento de don Higinio; yo, de las pasiones de don Martín, a quien él quiso, respetó y admiró, porque en él encontró un alma paralela. El único reproche que puedo hacerle es que quisiera a mi padre más que a mí. De la pluma de Eusebio salió uno de los mejores y más justos retratos del maestro, como le decía, como le decimos al que en verdad enseña.

 

En un acto de su generosidad característica, el maestro me brindó trabajo como empleado suyo; un poco para que lo ayudara a ordenar y clasificar su biblioteca, otro tanto porque necesitaba un secretario, alguien que colaborara con él en la revisión de textos, de galeras, de todo eso que compete al teje y maneje editorial, y un bastante menos porque requería de un interlocutor cautivo. Y hago hincapié en que fue un acto de generosidad porque, en primer lugar, yo atravesaba en esa época un momento bastante apurado y, en segundo, porque él era un hombre modesto; recuerdo, por ejemplo, la vez que sacó su cartera y puso en mis manos lo que él consideraba mi aguinaldo, y que con mucho representaba más de lo que yo merecía… Así pues, llegaba yo a las cuatro de la tarde a su casa y muchas veces el maestro me llamaba desde la cocina. Su esposa —esa señora tan cálida, tan dulce y de un sentido del humor tan cáustico— acostumbraba preparar platillos exquisitos, pero a mí se me antojaba especialmente un arroz rojo con pollo frito. Recuerdo que el maestro lo comía vorazmente, acompañado de su coca-cola; desde luego él le decía a la señora que me sirviera, pero yo no aceptaba. Aunque no había comido, la cara se me hubiera caído de vergüenza de aceptar.

        

Dice la sabiduría popular que primero es comer que ser cristiano. Desde sus años verdes, el joven Eusebio desafiaba esa verdad, y por eso ya era lo que siempre fue: un ser digno, orgulloso y humilde, que hizo el bien sin proponérselo, amó la belleza en todas sus manifestaciones y exigió cuentas diarias al hombre que le tocó ser.

      Nos dejó un vacío tan grande como su ejemplo para merecer la vida. Por eso hay que darle las gracias. Gracias por transitar este océano en su compañía. Por haberme permitido el supremo lujo de llamarme su amigo, como estoy seguro de que sucede con la mayor parte de sus cofrades. Gracias por hacerme parte de su familia. A las ocho de una mañana sonó el teléfono. Era Eusebio. Aunque sabía que me levanto temprano, no acostumbraba llamar a esas horas. Luego de las inevitables y siempre ambiguas introducciones en las que uno se obliga a decir que está bien, me suelta: “Se murió Chipote”. Tal era el nombre del Daschund de pelo inverosímil, patas fuertes y ojos brillantes, admiración de la familia. Chipote era mi amigo, y cada vez que me encontraba con Eusebio, antes de preguntar por su esposa o sus hijos, mi preocupación inicial era Chipote, perro salchicha que se creía Dobermann, como cuando brincó por la ventana del coche para entrar “en fiera y desigual batalla” contra lo que se le pusiera enfrente. Por valiente y entrón lo atropellaron y murió a los pocos días. Un Ruvalcaba de pura cepa.

      No puedo compartir todas las dedicatorias de sus libros, como estoy seguro de que individuales y pensadas fueron las de otros. Entre las palabras y lágrimas cruzadas con su familia de elección durante su último adiós, unos alumnos suyos me dijeron algo que me llenó de orgullo y de alegría: que les había compartido la dedicatoria que hice en el libro en progreso que escribo sobre mi madre, y que al frente dice: “A la memoria de donna Carmela Castillo Betancourt, que llevó en su vientre y trajo al mundo a Eusebio Ruvalcaba”.

      Las dedicatorias de los libros no se explican, pero en este caso estoy obligado a hacerlo. La estructura, el impulso y la arquitectura de mis páginas no hubieran sido posibles sin la lectura del libro Amigos casi sólo de Brahms de Eusebio Ruvalcaba.

      Gracias por decirme quién es la mujer de mi vida. Pendientes quedaron las razones que me iba a verter sobre el asunto. Pero la mujer de la vida es aquella por la que uno apuesta todo, aquella que nos hace perder la razón y montarnos en su ola como si fuera la última y la primera. Aquella que vuelve reales las palabras del clásico de nuestro tiempo: “Yo te amaré mientras respire”.

      Gracias por las cantinas que nos vieron. La Jalisciense, Los Portales, heroicamente extintos. Evoco, entre todas, La Faena, donde se encuentra la que es para mí la mejor metáfora del escritor que quiso ser y fue Eusebio: la pintura de un joven, solitario y a medianoche, a punto de enfrentar al toro de la muerte o de la gloria. Por eso son tan de Eusebio los versos de Miguel Hernández:

 

      Como el toro he nacido para el luto

      y el dolor; como el toro estoy marcado,

      por un hierro infernal en el costado

      y por varón en la ingle con un fruto.

 

Cuando lo visité en el que Eusebio llamaba su estudio del Zapote, en los linderos de Tlalpan, me estremecí. La razón principal es que en esa misma calle se encontraba la última vivienda ocupada por mi hermano Ignacio, que finalmente fue vencido por el miedo, la sombra y el desaliento. Eusebio estaba armado contra esos enemigos del ser sensible y pararrayos. Vivía en una modestia excesiva, pero no era pobre. Tenía una riqueza interior y verdadera que lo volvía inexpugnable a las diarias necesidades que nos inventamos. Un lujo mayor había en su casa: su majestad la música, y Eusebio se sentía justamente orgulloso de vivir a su servicio.

      Allí me prestó la traducción y las imprescindibles notas que José Emilio Pacheco hizo al De profundis de Oscar Wilde. Es un libro varias veces apasionadamente subrayado por Eusebio. Lo fotocopié y armé caballeros ambos ejemplares con el arte del encuadernador Félix Ocampo. Al leerlo, vuelvo a conversar con Eusebio. Puedo citar alguna de las frases, como la del prólogo de Pacheco donde recuerda “… la aceptación de la fatalidad, el sentimiento de que la mayor grandeza es el fracaso”. Eusebio fue grande porque a todos nos hizo grandes y nos enseñó que no hay mayor victoria y honor que ser vencido.

      El 5 de octubre de 2015 recordamos un aniversario más de la muerte de Luis Cernuda y fuimos a su tumba en el cementerio Jardín, para brindar por él y leer algunos de sus poemas. Previa parada obligatoria en la cantina La Invencible, Eusebio entró al cementerio con unas botellas para agua que en realidad contenían tequila de la más exigente transparencia. Hubo un tiempo en que los cementerios eran refugio de solitarios y enamorados que deambulaban acompañados de sus propios fantasmas. Ahora los custodian guardianes aliados del Gran Hermano y enemigos del solo. Gracias a la sabia picardía y genial travesura de Eusebio, a los centinelas del Panteón Jardín no les llamó la atención esa tropa de inocentes bebedores de agua que leían poemas, acto que constituía la trasgresión mayúscula. Eusebio leyó, naturalmente, “Mozart”, que transcribo en homenaje suyo:

 

En cualquier urbe oscura, donde amortaja el humo

al sueño de un vivir urdido en la costumbre

y el trabajo no da libertad ni esperanza,

aún queda la sala del concierto, aún puede el hombre

dejar que su mente humillada se ennoblezca

con la armonía sin par, el arte inmaculado

de esta voz de la música que es Mozart.

 

Alguna vez le reproché que escribiera tanto. Pero su cantidad era semejante a su intensidad. No le importaba la pureza ni la originalidad, sino la fuerza del golpe auténtico. Escribía como respiraba. Como amaba. Como bebía. Sus libros constituyen la bitácora de un melómano, la geografía etílica de un santo bebedor, la norma de vida de un trabajador incansable que parecía no trabajar. Aquí está uno de los secretos de la escritura –no digo literatura porque a él le hubiera disgustado. La inevitable Wikipedia afirma sobre Eusebio Ruvalcaba, entre otros datos prescindibles, que es muy seguido por los jóvenes. Eusebio siempre fue joven no porque persiguiera desesperadamente serlo sino porque se mantuvo fiel al muchacho que nunca murió en él: se asombraba y desgañitaba como lo hacía al jugar frontón con su padre en la pared de su cuarto, ante la invencible y tórrida belleza de una mujer, ante la lección permanente de sus hijos.

      Estas palabras son escritas en San Luis Potosí. Es la madrugada y suena el tren que cruza el alma y el cuerpo de la ciudad. Pienso en todas las imposibles, pienso en los ojos alucinados de sulfato de cobre de Magda Nevares, que vivía, de acuerdo con el poeta Ramón López Velarde, “contigua a la estación de los ferrocarriles”.  Cuando Eusebio supo que venía a esta ciudad, me dijo: “Diles que te lleven al Tampico”. Naturalmente le obedecí, e hice del bar un sitio de obligada peregrinación. Es un retrato suyo: tiene una escalera que conduce a las profundidades y una planta alta donde todo es decadente, accesible y abundante. Eusebio era así: capaz de hacernos subir al cielo o descender a los infiernos, como lo demuestra la que para mí es su mejor y más dura novela, Todos tenemos pensamientos asesinos y su más alto libro de poemas: Pensemos en Beethoven.

      El miércoles 8 de febrero [de 2017], para ir a la funeraria donde estaba el cuerpo de Eusebio, que muy pronto sería polvo enamorado ―pocas veces fue tan real la metáfora quevediana― me puse una corbata negra, hermosa y casi nueva. Hubiera querido no usarla para Eusebio, pero hacerlo era un signo de respeto, una forma de ser fiel a lo que él llamaba espíritu de fineza. En una entrevista dice que su padre, oriundo de Yahualica como mi cerril y admirada abuela paterna, nunca pidió las cosas por favor ni dio las gracias. Atribuye a tal carácter la circunstancia de que se hizo solo. Lo que más me gustó es algo que no sabía o no recordaba. Si la inventó Eusebio, es una de sus más perdurables ficciones: su abuelo reparaba colchones y amaestraba ratones. Alguien de ese calibre sólo podía procrear idiotas o genios. Resultó lo segundo. Cuando le daban los buenos días a don Higinio, él respondía: “Qué tienen de buenos”. Pero ese ser arisco era capaz de comunicarse y, mejor todavía, de comunicarnos con los dioses.

      Euxebio. Así le decía mamá, no porque cometiera un error de dicción. Simplemente porque pensaba que era la manera de pronunciarlo. Leo la lista de artículos necesarios en la casa, y encuentro en la lista escrito “pan vinvo”. Lo primero que se me ocurre es buscar a Eusebio, la única persona de este mundo con la cual podría comentar el asunto sin que fuera motivo de burla. Al contrario. Hubiera dicho: “Mi vida, la quiero de llavero”.

      “Está lluviendo”, dice el jardinero que ayuda a Felipe Garrido. “Ayer estuvimos en las escarbaciones”, añade un ayudante de Eduardo Matos Moctezuma. Ambos atropellos contra la filología están asistidos por la razón nacida de la lógica y la precisión. Como la ayudante de la casa cuando escribe “pan vinvo”, que se ve, suena y sabe mejor con esa ortografía. Pero Eusebio ya no está para escucharme. Tampoco mamá para decir Euxebio.

      Ese 8 de febrero de 2017 que todos llevamos en el alma, en la bolsa del saco llevaba doblada una fotocopia de la elegía de Miguel Hernández a Ramón Sijé. La leí en voz alta por la mañana de ese miércoles, y escuché el Réquiem de Mozart. Ante el cuerpo de Eusebio no me atreví a leer el poema. Me pareció indiscreto y protagónico hacerlo. Eusebio hubiera hecho lo mismo. Por fortuna, su hijo León Ricardo llegó con dos bocinas y lo primero que sonó fueron las notas del concierto de Beethoven para violín y orquesta. La gloria en la tierra. Eusebio y don Higinio cabalgando juntos de nuevo y para siempre.

      “Es imposible vivir en un mundo sin mi padre” envía en un mensaje su hija Flor. Le contesto cualquier tontería tierna, pero en honor a la verdad tiene razón. No esperaba que esto pudiera doler tanto, aunque una parte de la razón nos convenza de que la de Eusebio es una presencia ausente, una ausencia presente. El día de su funeral hice bolita el poema de Hernández, en homenaje involuntario a mi amigo y su respuesta a la interminable grosería del mundo. Ahora sí, y para terminar estas palabras que ya van siendo muchas, mi hermano las remato con el terceto del bardo de Orihuela:

 

      No perdono a la muerte enamorada.

      No perdono a la vida desatenta.

      No perdono a la tierra ni a la nada.

 

 

 

La avidez por la belleza, el amor a la vida

Por José Antonio Lugo

 

Hablando de Beethoven, que tuvo que ir a sacar a su padre de la taberna, tú, querido Eusebio, pusiste en su mente estas palabras: “Simplemente las cosas eran como eran. Lo único que tenía claro era que no le gustaba ver sufrir a su madre”.

      Vivías henchido, colmado, repleto, de realidad. También sabías que las cosas son como son. Lo sabe también a la perfección el protagonista de Un hilito de sangre, que a cada rato se enfrenta a situaciones en las que no quisiera estar, ante las cuales sólo le quedan sus encrucijadas mentales, que casi siempre terminan en una aceptación, porque “no hay de otra”, porque la realidad siempre es como es, no como uno quisiera.

      Como Jano, tenías dos caras. Una, la del hombre que ama la realidad, como Alexis Zorba, que es capaz de bailar el sirtaki después de que se vino abajo la enloquecida maquinaria que ideó para transportar los árboles hacia el aserradero. No importa el resultado, sí el trayecto y la vida. Y es que siempre estuviste enamorado de la vida, feliz de echarte unos tragos y apreciar la belleza femenina. No tenías llenadera. Como Zorba, nuevamente, podrías decir: ¡Hombres como yo deberían vivir mil años!

      Aunque amabas la vida sin concesiones, a veces la realidad te llevaba de la mano hacia la melancolía. Como cuando el protagonista de tu novela más famosa, citada anteriormente, ve a su doble en el espejo: “Era mi otro yo. ¿Se acuerdan de él? Lo vi reflejado en el cristal de una vitrina. Cuando menos me lo esperaba. Allí estaba, con la expresión más triste que jamás me habría imaginado que pudiera tener. Estaba llorando, de sus ojos escurrían lágrimas tristes y silenciosas. Quise reírme con él, hacer algún chascarrillo, pero el rostro que me devolvía el cristal era el de un hombre que había sufrido la más grande pérdida de su existencia. Le hablé:

      ―Kevin Costner; ríete, ríete un poquito. No estés así, quita esa cara, que me vas a hacer llorar”.

      Reír llorando, como Garrick, porque “la hermosa vida”, como diría el maestro Sabines, nos lleva al baile y al llanto. Tu obra es un homenaje a lo luminoso de la vida, pero también a lo que se muestra en la oscuridad, lejos de los reflectores, en los tugurios y en las miradas tristes de quienes han perdido la esperanza.

      Ahora bien, había otra cara tuya, la del que daría la vida por la belleza que se expresa a través del Arte (con mayúsculas). Palabras mayores, lo más sublime, la aspiración eterna que sólo algunos vislumbran o alcanzan.

      Esta concepción del Arte proviene de tu padre Higinio Ruvalcaba, primer violín del Cuarteto Lerner, y de tu madre la pianista Carmen Castillo, a quienes les agradeciste en el prefacio de Pensar a Beethoven: “A la memoria de mis padres, que me enseñaron a amar a Beethoven”.

      En ese mismo libro, afirmaste: “¿Qué mayor placer puede haber que compartir la belleza?”

      En la música encontraste el mar infinito de lo bello. Tocado por ese Destino, supiste que tenías que dedicar tu vida a perseguir la belleza y a ser el que da testimonio, el que intenta apresar los momentos fugaces de la perfección.

      Sin embargo, pronto te diste cuenta que tener acceso a ese caudal de belleza tenía un precio. Lo pusiste en palabras de Silvestre Revueltas: “El premio de la Belleza es el dolor. Es el camino cuesta arriba. El que hay que subir con la mirada puesta en el horizonte. No en el pasado. Sino en el futuro que habremos de afrontar”.

      Cual moderno Prometeo, en tu búsqueda y encuentro permanente con la vida y con la belleza, querido Eusebio, dueño de tu destino, escribiste muchos libros, fuiste generoso con los jóvenes, impartiste talleres literarios, compartiste tu sabiduría literaria, retrataste a México, imaginaste otros mundos, fuiste un melómano y un crítico musical de primera línea, hiciste amigos y te ganaste el cariño de todos.

      Quizá, porque, como a tu amado Beethoven, lo que te importaba, en el fondo, era “la humanidad entera”.

      Gracias, querido Eusebio, por dar a mi editorial El Tapiz del Unicornio, con absoluta generosidad, este libro que hoy publicamos: Aforismos para mujeres. Gracias por los recuerdos entrañables a lo largo del tiempo. La última vez que te vi fue para darte las gracias porque me dabas éste, tu más reciente libro. Nos despedimos con cariño, con la promesa de vernos más seguido. No sabíamos que era tu último libro (o uno de los últimos, porque dejaste varios inéditos). No saber que nos estábamos despidiendo me sigue doliendo. Pero tu recuerdo me sigue haciendo sonreír. La dicotomía que te encantaba. Te abrazo, Maestro. Gracias. Te alcanzo (no muy pronto, espero).

 

 

 

Silencio vs. oído

Por Eusebio Ruvalcaba

 

I

Alrededor de cada palabra existe un silencio. Un silencio indestructible. Cada palabra está rodeada de una gravedad que se apropia de nosotros cuando sentimos el silencio que nos circunda. Si pronunciamos la palabra padre, en torno percibimos una gravedad trémula. Que no es la misma si pronunciamos la palabra madre. Algo cambia en rededor. Ese silencio teje ascuas. Arma figuras y modulaciones. Como la llama del pebetero. Cuya exaltación no comprendemos, pero respetamos. Así, curiosamente, cuando no entendemos el significado de las palabras nos quedamos con su música. Y su silencio. Los silencios que entrecortan aquella palabra y que la vuelven inteligible.

 

II

La mitad de la vida de las percusiones ―quiero decir, de los instrumentos percutivos― transcurre en el silencio. Lo mismo acontece entre los hombres. Entendiendo por hombre un ser generador de sonidos. De palabras. Cada palabra que un hombre pronuncia, ocupa el espacio y el tiempo ―el tramo de vida― de una palabra que otro hombre calla. Entre un sonido y otro de las percusiones cabe un insecto. Entre una palabra y otra de una lengua cuyo significado desconocemos, cabe un silencio. Y le podemos dar la forma que queramos.

 

III

El sonido permea nuestra existencia. Cuando el entorno resulta amable, el sonido es grato. Así, el sonido es el anfitrión de nuestra presencia en esta vida. Vigila que nuestra fugaz estadía sea soportable. Entendiendo por sonido el arte de la música. Y el arte de la palabra. Como en las percusiones. Y en las lenguas que nos preceden y que no están a nuestro alcance. Quizá por eso las voces emanadas de una fuente de sonidos las sintamos en carne propia, por el peso específico del silencio. Que es la articulación entre ambas, entre las palabras y la música. El silencio. Como el cordel de las cuentas de perlas. Como el cordel de los rosarios que todos hemos tenido en las manos. Eso que no se ve, pero sin cuya presencia no se entenderían ni la música ni las palabras, es el silencio.

 

IV

El sonido de la palabra es conciliatorio. Aun de palabras acres. El sonido de la música es conciliatorio. Aun de músicas acres. Por eso el hombre, ávido de comprensión, siempre está hablando. Quiere ser partícipe de ese silencio articulado entre los sonidos, sea de la música o del lenguaje. Cuando la palabra de un hombre y de una mujer se topan, surge lo imprevisible. Aunque haya acontecido millones de veces. Pero acaso un hombre y una mujer se enamoran no por las palabras que se dicen, sino por las que callan. Porque son cadenas montañosas aun más indestructibles que las Rocallosas.

 

V

Una palabra escrita es una palabra hablada. Aun antes de que se materialice en sonido. Escribir es un insulto para los que no tienen nada que decir. ¿Cómo alguien puede apropiarse de tantas palabras? Escribir, el acto de escribir, inexorablemente nace en contra de algo, contra lo mejor que cada uno de los que escriben tiene dentro, que es quedarse callado. Una palabra escrita es una palabra hablada, y un instrumento emite sonidos aun antes de que se produzcan. Por eso darle forma al silencio es tarea ardua. Porque naturalmente tendemos a sumergir las manos en el silencio y sacarlas colmadas de sonidos. Somos seres devastados, y requerimos de la compañía como pertrecho de guerra. Para sobrevivir ese día. Un solo día más. Que es todo y que no es mucho pedir.

 

VI

La música cristaliza el sonido. A través de la música, el sonido estalla en nuestro oído a modo del grito de la madre cuando llama a su hijo a la distancia. En ese grito va la vida toda. En la música va la vida toda. Pero si ese grito permanece en la memoria hasta el día de la muerte, es porque el sujeto se acuerda del silencio que sobrevenía a ese grito. Cuando se escucha esa lengua indígena cuyo significado se ignora, lo que la emoción retiene es el silencio que sobreviene después de cada palabra, de cada frase, de cada arco dramático.

 

VII

El sonido del silencio proviene de las oquedades más profundas de la condición humana. Es el resultado de la experiencia, no un regalo que nos pone el Dador en las manos. El sonido del silencio se escucha cuando no hay nada más que oír en cuanto seres vulgares que somos. Salvo la voz proveniente desde nuestro interior, que exige su dosis de intimidad. Como la sencillez misma, el silencio sobreviene, se apodera de nosotros, cuando se han agotado los miasmas de la experimentación. Al menos tres caminos se distinguen para la audición del silencio: el sueño, la concentración y la muerte.

 

VIII

El sonido de las voces animales nos concilia con la vida. Por más alejados que estemos del corazón, aquellas voces nos recuerdan que existe un orden que nos sobrepasa. Las voces de los animales ejercen más influencia en el hombre que las escuchadas desde el púlpito. Porque son irrevocables. Pero he aquí que no nada más las voces animales poseen esa autoridad. También las provenientes de la música y, más aún, de la lengua indígena que no comprendemos. Pero que en cambio sentimos. Es ahí donde la música es palabra y la palabra, música. No necesitamos entenderlas, sino sentirlas. La música no es la que está encerrada en las partituras. Las palabras van mucho más allá de su significado. Y son música porque contienen los mismos elementos de la música: armonía, cadencia, ritmo, melodía, incluso las podemos silbar.

 

IX

Si lográsemos escuchar los sonidos interiores de nuestro cuerpo, aun los más imperceptibles, nos asombraríamos de las armonías que prevalecen. ¿Acaso el corazón llevaría el compás? Entre un sonido y otro, sea del instrumento o de las palabras, hay un arco, un puente, un vaso comunicante, que visto desde fuera se llama silencio. En música, el silencio tiene una representación gráfica, un signo complicado y torcido. Sin duda, se le ocurrió a un ser humano que se dio de topes en la cabeza para crearlo. Como si estuviera a punto de cometer un atentado. En las palabras, el silencio se llama pausa. Y muchos símbolos lo representan. Por cierto, símbolos visualmente mucho más sencillos.

 

X

El sonido de la poesía reverbera en nuestro interior. Porque el silencio habita los territorios de la poesía, donde finalmente la palabra despliega las banderas y asienta su dominio. Pero ni aun en nuestro interior podemos prescindir de esa voz ignota, sellada para los profanos. Repetimos un verso ―ni siquiera un poema completo―, y el silencio cumple al pie de la letra su cometido, que es dotar de vida todo lo que toca. Y quizás el espíritu se alegre más de haberle dado su justo valor al silencio que a los restantes elementos de la palabra.

 

XI

Nuestro oído reconoce el sonido de los instrumentos aun sin saber de qué instrumento se trata. Porque los silencios son parte inequívoca de un instrumento. Y es lo que la persona identifica. Cuando se habla de que los pianistas del siglo XIX estaban enormemente preocupados por los sonidos, lo que se está diciendo es que consideraban al sonido como el protagonista de la música. Y entonces ponían el énfasis de su arte en el silencio. Porque no sin razón afirmaban que el silencio entre una nota y la siguiente es irrepetible. Y que corporizarlo le corresponde al pianista. Que las notas se pueden repetir pero no los silencios.

 

XII

La métrica es a las palabras lo que el metrónomo a las notas. Pero así como la métrica más rigurosa ―musical, podría decirse― no garantiza la tensión poética ―ni siquiera lo que podría denominarse la poesía―, el metrónomo más rígido no garantiza la música. La métrica ―con el patito feo de la rima― y el metrónomo son herramientas de trabajo. Y así hay que tomarlos. Pero no termina aquí la asociación entre métrica y metrónomo, sino que ambos son generadores de silencios a través del golpe de la voz.

 

XIII

El estetoscopio puso delante de los entusiastas del sonido un orbe insólito; fue el equivalente de la ciencia ficción para los escritores. O mejor aún, fue como entrar a la ciudad de los insectos. Cantidad de sonidos inadvertidos para el oído humano cobraron dimensión inusitada. Pero ni aun el estetoscopio más avanzado pudo percibir el silencio. Porque el sonido que le devolvió al hombre, que es el del silencio entre la sístole y la diástole, el silencio primigenio del corazón, ya había inspirado a los poetas desde miles de años ha.

 

XIV

Los silencios en música se identifican, así como los silencios en las modulaciones de la voz humana. Pensemos en pianistas de nuestro tiempo. Si nos concentramos en el piano de Claudio Arrau, nos percatamos de que es muy diferente al de Glenn Gould o al de Maurizio Pollini. No importa en este momento cuál nos guste más, nos diga más cosas, nos revele un misterio inusitado. Y no nada más por el arte del fraseo, que es el arte de matizar los silencios vueltos sonido, sino por el modo de hacer vibrar los espacios sonoros entre una nota y la siguiente. Pensemos ahora que un escritor escribe con su propia voz, esto es que mientras escribe su voz es la que él escucha que se va manifestando en el papel. Remitámonos a nuestra lengua madre. ¿Así hablaba Agustín Yáñez? ¿Así hablaba Juan Rulfo? ¿Así hablaba Juan José Arreola? O quedémonos con la voz de la cual también provenimos.

 

XV

Hablar sobre el silencio es paradójico. Lo único que podría hacerse es mantener cerrada la boca.

NTX/ER/VQ/JAL/VRP/JC